La escena pudo parecer curiosa: un hombre entra a una notaría de Talca y, con toda la solemnidad del derecho, pide inscribir como propia la Luna. No un terreno en la cordillera, ni una parcela en la costa, sino el satélite natural de la Tierra, visible cada noche desde los cielos de Chile y del mundo.
Corría el 25 de septiembre de 1954, cuando Jenaro Gajardo Vera, abogado, poeta y pintor, decidió dar ese paso que hasta hoy resuena entre lo mítico y lo poético. Algo que para muchos sería extraño, pero para él era un importante avance, por así decirlo, inmobiliario.
Ante el notario César Jiménez Fuenzalida, Gajardo invocó una fórmula jurídica que se usaba para sanear terrenos sin título. Y de esta manera aseguró que era dueño de la Luna “desde antes de 1857”. El documento describía con precisión científica al satélite —su diámetro de 3.476 kilómetros— y lo rodeaba de límites tan imaginarios como definitivos: norte, sur, oriente y poniente.
Algunos aseguran que la ocurrencia respondía a un simple requisito social: el Club Social de Talca exigía que sus socios fueran propietarios, y él no lo era. Otros lo ven como un acto de protesta, una forma de reclamar poéticamente que el ser humano podía soñar con lo que estaba más allá de su alcance. Lo cierto es que, con aquel gesto, Gajardo dejó inscrita una de las anécdotas más singulares de la historia jurídica y cultural chilena.
¿Dueño de verdad?
Con el paso del tiempo, el mito creció. Se dijo que el Conservador de Bienes Raíces de Talca había inscrito la escritura, aunque hasta hoy no hay constancia formal de aquel asiento en los registros. Fuera de los archivos, la propiedad nunca tuvo respaldo legal.
Más aún, trece años después del acto, el Tratado del Espacio Exterior de 1967 prohibió expresamente que países o particulares reclamaran soberanía sobre cuerpos celestes. La Luna, desde entonces, quedó como patrimonio común de la humanidad.
La leyenda alcanzó su punto más alto en 1969, cuando el Apolo 11 se preparaba para llegar a la superficie lunar. Según el propio Gajardo, el presidente estadounidense Richard Nixon le habría escrito para pedir autorización para que sus astronautas aterrizaran en “su propiedad”. Él, en respuesta, concedió el permiso en nombre de Jefferson, Washington y el poeta Walt Whitman.
Nunca se encontraron pruebas de aquella carta, pero la anécdota sobrevivió y se volvió inseparable de la historia del “dueño chileno de la Luna”. Más aún, cuando la historia describía este hecho como parte de la historia nacional e internacional.
Un legado para el pueblo con la Luna
Jenaro Gajardo murió el 3 de mayo de 1998, pero antes dejó un último gesto poético: legó la Luna al pueblo de Chile en su testamento. Así, aquella ocurrencia que comenzó como una mezcla de ingenio, osadía y poesía terminó convertida en parte de la memoria colectiva.
Hoy, a 71 años de la inscripción que desafió las fronteras de lo posible, la historia sigue siendo recordada en efemérides, artículos culturales y charlas académicas. No tanto por su validez jurídica, que nunca existió, sino por lo que simboliza: la capacidad de un hombre de mirar el cielo y atreverse a reclamarlo, aunque fuera con tinta y papel.
En tiempos en que la humanidad sueña con colonizar Marte y construir bases lunares, la figura de Gajardo emerge como recordatorio de que la imaginación puede ir tan lejos como los cohetes. Al fin y al cabo, ¿qué otra nación puede presumir que, alguna vez, un compatriota se proclamó dueño de la Luna?
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