A tan solo minutos de la ciudad de Los Ángeles, yace en silencio una de las joyas arquitectónicas e industriales más significativas del siglo XIX: el Molino e Hidroeléctrica “El Arrayán”, un monumento olvidado que alguna vez iluminó a toda una ciudad.
En un rincón discreto del sur poniente de la capital provincial del Biobío, a escasos 8 kilómetros camino a la comuna de Nacimiento y oculto a unos 400 metros de la carretera se esconde algo único. Ahí se erige —todavía desafiante ante el paso del tiempo— una de las construcciones más antiguas y revolucionarias de la historia industrial chilena.
Con casi 130 años de historia, esta monumental edificación —aunque hoy en estado de abandono— conserva un 85% de su fachada original, con una arquitectura de corte europeo que fascina por su majestuosidad y resistencia. Es más que una ruina: es un testimonio vivo de ingenio, visión y progreso, según cuenta el historiador José «Pepe» Riquelme, en Reportero Patrimonial Los Ángeles.
Todo comenzó en la década de 1870, cuando Carlos Heck Magd, inmigrante alemán nacido en Schorndorf en 1843, llegó a Los Ángeles a los 35 años. Impulsado por una tenacidad admirable y una visión empresarial poco común para la época, Heck adquiere el Fundo San Isidro, donde instala la primera microcentral hidroeléctrica de la zona y un molino pionero en su tipo. Pero su instinto lo llevó más lejos.
Anticipando la llegada del ferrocarril, vendió San Isidro y compró el Fundo “El Arrayán”, estratégicamente ubicado junto al Estero Quilque. Allí no solo desvió sus aguas para generar energía, sino que construyó una nueva planta hidroeléctrica capaz de alimentar su ambicioso proyecto: el molino más grande de Chile y uno de los mayores de Sudamérica.
Nace un imperio industrial con “El Arrayan”
En 1879 se inaugura el molino “El Arrayán”, alcanzando una producción diaria de 600 quintales de harina y contando con una plantilla de más de 30 trabajadores. Junto a él, Heck levantó un verdadero complejo industrial: una estación ferroviaria con boletería y encomiendas, un pequeño poblado para los trabajadores. Además de una planta de hielo con capacidad para 250 barras diarias y, lo más revolucionario, una hidroeléctrica de 100 HP que no solo alimentaba al molino, sino también a la ciudad.
En 1887, gracias a esta planta, Los Ángeles se iluminó con electricidad por primera vez, adelantándose al resto del país y del continente. Todo esto en una edificación de cuatro pisos y dos subterráneos, construida con materiales traídos directamente desde Alemania, como el cemento, y erigida con murallas de 80 cm de espesor y vigas metálicas que aún resisten el olvido.
El 25 de julio de 1923 fallece Carlos Heck Magd, y la propiedad pasa a su hijo, Alberto Heck Lammig. Una década más tarde, en 1933, un voraz incendio arrasa con el molino. Solo se salva la planta hidroeléctrica , aunque la piscina de emergencia se encontraba, irónicamente, en mantención. El complejo continúa operando hasta la década de 1960, cuando la hidroeléctrica cesa su funcionamiento. Desde entonces, la estructura ha quedado al resguardo de los descendientes de Heck, resistiendo con dignidad el paso de los años y del olvido.
La ruinas siguen vivas
Hoy, quienes visitan este monumento histórico sienten un estremecimiento al cruzar sus ruinas. La luz solar penetra tenuemente por las rendijas, iluminando una atmósfera casi mística. Las escaleras irregulares, los muros calcinados, y las marcas del tiempo narran silenciosamente historias de obreros, ingenieros y visionarios.
“El Arrayán” no es solo un vestigio industrial. Es una joya patrimonial que merece ser rescatada, restaurada y compartida con futuras generaciones. Fue el germen de la electrificación en Chile, un motor económico para la región y una obra de ingeniería adelantada a su tiempo.



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